Grupo para la investigación y la acción en la escuela

Gramsci y la educación: escuela y hegemonía

Santiago Baranga | Octubre nº 89 |
El pensamiento de Antonio Gramsci ha dejado una huella muy importante en el campo de la educación, aunque se trate, frecuentemente, de círculos limitados y no siempre se haga explícita su influencia. En nuestro país, han sido quizá los colectivos orientados a una didáctica crítica –como los que estuvieron integrados en Fedicaria– quienes más y de forma más coherente han concretado las implicaciones de las tesis gramscianas en las prácticas pedagógicas, partiendo de los desarrollos llevados a cabo por la sociología crítica de la educación desde los años setenta.
¿Qué interés tiene preguntarse hoy, en España, por las aportaciones de Gramsci y sus desarrollos posteriores a la teoría sobre la educación? Creemos que uno similar al que en su día tuvo para el gran comunista italiano: el de combatir la ideología de la clase dominante en una de las instituciones fundamentales a través de las que sostiene su hegemonía: la escuela. Y ello, con vistas a construir una nueva hegemonía y un nuevo «bloque histórico» que permita a la clase obrera de nuestro país recuperarse de la derrota infligida por el capital.
Porque la perspectiva de Gramsci es, sin ningún género de dudas, la de un leninista que, en el curso de sus teorizaciones sobre cómo desarrollar la revolución en Italia, hizo valiosísimas aportaciones al movimiento comunista internacional. Conviene tenerlo en cuenta para poner en su sitio a los Laclau, errejones y cía., que convierten a Gramsci en algo así como un teórico de la cultura, ocultando su posición de clase y su visión –marxista– de la interdependencia entre la organización de la producción y la superestructura (instituciones, ideología…): relaciones no mecánicas, en efecto, pero insoslayables.
En ese sentido, una aportación fundamental de Gramsci respecto a la educación es la consideración de las instituciones educativas como parte de esa superestructura. En las sociedades industrializadas “avanzadas”, la dominación de la burguesía se ejerce no tanto por medio de la coerción (que sin embargo no sólo no desaparece, sino que puede intensificarse de acuerdo con la situación de la lucha de clases, como hemos visto últimamente en Europa), sino sobre todo por el asentimiento de las clases subordinadas, que asumen los valores y la concepción del mundo de la clase dominante, tomándolos como “sentido común”, de forma generalizada.
La escuela es, desde luego, un instrumento privilegiado de distribución de estos elementos culturales que constituyen la “ideología”, y que contribuyen a la reproducción de las relaciones sociales impuestas por el capitalismo. No sólo por el tipo de conocimiento impartido en ella (separado de la vida real y orientado a justificar la sociedad y los valores burgueses como algo “natural”), sino también por las propias prácticas y actitudes que se dan en la escuela, y que buscan inculcar los valores que luego los estudiantes deberán poner en práctica, una vez convertidos en mano de obra: los rígidos horarios, la disciplina, las relaciones de autoridad y control en el aula, no son sino formas de acostumbrar a los futuros trabajadores a las exigencias de la producción y, por supuesto, enseñarles a respetar al patrón. Como vemos, se trata de una perspectiva que nada tiene que ver con las ilusiones propugnadas por la socialdemocracia, que considera la escuela como una institución que redistribuye «oportunidades», haciendo posible el ascenso social de los hijos de trabajadores.
Muy al contrario, y por si todo ello no bastara, los centros educativos sirven también “directamente” a la perpetuación de las divisiones de clase, al clasificar y orientar a los estudiantes de modo que el grueso de los hijos de trabajadores recojan el testigo de sus padres, mientras los de las familias acomodadas se preparan para engrosar las filas de los cuadros dirigentes de la economía y la política. Una selección que tiene mucho que ver con el modelo de escuela «jesuítica», como denominaba Gramsci a la escuela tradicional y elitista, y que posteriormente se ha relacionado también con el sacrosanto examen (que también tiene, por cierto, un origen eclesiástico).
«La escuela tradicional era “oligárquica” porque sólo la frecuentaban los hijos de la clase superior destinados a convertirse en dirigentes […]. No es la adquisición de capacidades directivas, ni es la tendencia a formar hombres superiores lo que da carácter social a un tipo de escuela. El carácter social de la escuela lo da el hecho de que cada estrato social tiene su propio tipo de escuela, destinado a perpetuar en aquel estrato una determinada función tradicional.»
Es el conocido soniquete de los “itinerarios”, tan del gusto de los ministros y asesores neoliberales, supuestamente para favorecer la «vocación» o los «intereses» del alumnado. Frente a la segregación, Gramsci abogaba por la «escuela única, intelectual y manual, […] que pone al niño simultáneamente en contacto con la historia humana y con la historia de las “cosas”».
Al hallarse íntimamente relacionado con la producción y las relaciones sociales propias del capitalismo, el sistema educativo refleja los avatares de aquélla tanto en sus contenidos como en su organización e incluso la edad de escolarización obligatoria. Así, la Ley General de Educación (1970) implantó en España la educación «tecnocrática de masas» para hacer frente a las necesidades derivadas de la industrialización de los sesenta, y cambios importantes se han dado asimismo para responder a la reestructuración de la producción tras la crisis de los setenta, por ejemplo con crecientes privatizaciones. La LOMCE no es ni más ni menos que una consecuencia de esas necesidades, a las que se suman otras consideraciones ideológicas relativas a cuestiones sociopolíticas: la cuestión territorial, el papel de la religión, el culto al empresario o la legitimidad del régimen del 78, por ejemplo. Las diferentes reformas educativas han insistido en la profesionalización, en la diferenciación del alumnado en función de sus «intereses» y perspectivas; y, así, tiende a crear
«nuevas estratificaciones internas, y de ahí nace la impresión de su tendencia democrática. Peón y obrero cualificado, por ejemplo. […] Pero la tendencia democrática, intrínsecamente, no puede sólo significar que un peón se convierta en obrero cualificado, sino que cualquier “ciudadano” pueda llegar a “gobernante” y que la sociedad lo coloque, aunque sea "abstractamente", en las condiciones generales de poder llegar a serlo […] asegurando a cada gobernado el aprendizaje más o menos gratuito de la preparación "técnica" general necesaria. Pero en la realidad, […] se trata de una ilusión verbal. La escuela va organizándose cada vez más en forma de restringir la base de la clase gubernamental técnicamente preparada, o sea con una preparación universal histórico-crítica.»

De acuerdo con ello, el hurtar a los estudiantes una formación «humanística», o «histórico-crítica», como precisamente hace la LOMCE al atacar materias como la Historia y la Filosofía, tiene un sentido que no es sólo formativo, sino también de clase. Porque, como también recordaba Gramsci, el alumnado de las clases acomodadas no sólo recibe en su entorno social los elementos de cultura (en sentido amplio) que le preparan para ser dirigente, sino que además es orientado a formarse para ello. Incluso aspectos formalmente progresistas, como las metodologías basadas en la cooperación, resolución de problemas, etc., adquieren un sentido bien distinto al observarlos desde una perspectiva gramsciana: lejos de fomentar los valores proletarios de cooperación y solidaridad, o un pensamiento crítico, lo que se busca es adiestrar en las formas de trabajo propias del toyotismo y producir obreros más «versátiles» para un mercado laboral precarizado.
Lo cual no quiere decir, como a veces se ha sostenido, que Gramsci abogara por una enseñanza tradicional, memorística y de clases magistrales. Muy al contrario, la formación «histórico-crítica» pasaba por un cambio metodológico y en la relación profesor-alumno, al menos a partir de ciertas edades. Gramsci se refería a una vida escolar «liberada de las actuales formas de disciplina hipócrita y mecánica y con la cooperación de los alumnos no sólo en clase, sino también en las horas de estudio individual, con la participación en esta ayuda de los mejores alumnos». Así, «en el Liceo la actividad escolar fundamental se desarrollará en los seminarios, en las bibliotecas, en los gabinetes experimentales, en los laboratorios».
Los sociólogos y pedagogos neogramscianos han profundizado en estas cuestiones, partiendo tanto de las aportaciones de los soviéticos Vigotsky y Luria sobre el aprendizaje, como de la necesidad de enseñar a pensar críticamente y de combatir las «ideologías prácticas» que se ejecutan en el aula: valores y actitudes de las que el profesorado es portador, aun cuando se contradigan con su ideario explícito, y que “educan” al alumnado en el respeto a la autoridad, la disciplina, el individualismo, etc.
Por otro lado, y como señalaba Gramsci, el estudiante no es un receptor pasivo de datos, sino que incorpora el conocimiento escolar a concepciones y esquemas que, en gran medida, obtiene fuera de la escuela. Como, por otra parte, es necesario movilizar la conciencia revolucionaria desde dentro de la clase trabajadora, haciéndola consciente de los elementos que han configurado su «falsa conciencia» (es decir, la aceptación de la ideología dominante como “sentido común”), Gramsci concluye que «todo profesor es siempre un alumno y todo alumno un profesor».
«El Estado tiene su propia concepción de la vida y trata de difundirla: es su tarea y su deber. Esta difusión no ocurre sobre una tabla rasa: entra en competencia y choca, por ejemplo, con el folklore y "debe" superarlo. Conocer el folklore significa para el maestro conocer cuáles otras concepciones actúan en la formación intelectual y moral de las generaciones jóvenes.»

Desde esta perspectiva, es evidente que la introducción de determinadas metodologías puede tener un carácter de clase completamente opuesto al mencionado anteriormente. Los estudiantes deben poder manifestar abiertamente sus preocupaciones y puntos de vista sobre los problemas sociales y acerca del conocimiento mismo, para hacerlos conscientes de «la concepción del mundo dada por el ambiente tradicional (folklore en toda su extensión)» de la que son portadores, y luchar contra ella. Son aspectos sobre los que se puede trabajar incluso en la escuela capitalista, desarrollando prácticas contrahegemónicas que combatan, como decíamos, la ideología dominante.
¿Significa ello que la escuela debe huir del esfuerzo? Muy al contrario, para Gramsci la formación crítica del alumnado, el conseguir su autonomía moral y la autodisciplina intelectual requieren de un gran esfuerzo, que es más considerable cuando se trata de crear cuadros de la clase obrera, «intelectuales orgánicos» que luchen por una nueva hegemonía:
«Si se quiere crear un nuevo cuerpo de intelectuales, hasta las más altas cimas, de un estrato social que tradicionalmente no ha desarrollado las aptitudes psicofísicas adecuadas, deberán superarse dificultades inauditas.»
Esa es la tarea que, en su labor cotidiana en el aula, incumbe a los profesores y estudiantes revolucionarios.
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Somos docentes dialéctico-críticos, disconformes con nuestra realidad profesional, que pretendemos someter a una revisión permanente nuestra propia práctica.
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