Hace mucho que, en el campo de las luchas educativas, se echa en falta una crítica global al conjunto del sistema educativo que sirva como punto de partida para construir alternativas de carácter sistémico. Aquellos sectores que han venido impugnando desde hace décadas, de forma muy sólida, la escuela capitalista han ido siendo apartados convenientemente de los ámbitos de discusión (y difusión) general, a medida que se imponían las soluciones tecnocráticas y la cada vez mayor centralización del currículum, al tiempo que se emprendía el ataque a la escuela pública desde diversos frentes. Afortunadamente, no faltan análisis bien fundados de las tendencias que sigue la educación occidental en relación con las necesidades del capital, como los de Nico Hirtt. Con todo, lo cierto es que la perspectiva socialdemócrata se ha convertido en absolutamente dominante en el movimiento de respuesta a las políticas neoliberales, sin que desde otras corrientes de la izquierda se vaya más allá de generalidades más o menos “socialistas”.
Nos parece evidente que, desde un punto de vista táctico, los marxistas debemos ser los primeros que impulsemos las reivindicaciones democráticas que hoy se hallan tras las luchas en defensa de lo público. Pero eso no quiere decir que debamos conformarnos con una escuela que se debe, en su historia y en su función social, a los intereses del capital. Ya repasamos en su momento algunos aspectos de la experiencia educativa soviética (véase Octubre, 108); en esta ocasión, nos basaremos en el magnífico estudio de M.A. Manacorda (1979) para plantear algunas cuestiones que nos parece interesante tener en cuenta.
Engels, en Principios del comunismo (1847), ya abogaba por una «enseñanza para todos los niños […] en institutos nacionales y a expensas de la nación. Enseñanza y trabajo de fábrica juntos.» Aparecen así definidos tanto los objetivos democráticos (universalidad y gratuidad) como las socialistas con la unión de enseñanza y trabajo. La defensa de tal unidad hallaría su expresión por supuesto en la URSS (de forma más genuina quizás en los años veinte), así como en Gramsci, que abogaba por «la escuela única, intelectual y manual». Sería necesaria una explicación de cierta extensión para resumir siquiera las ricas ideas de Marx en torno al trabajo. Baste recordar que, en las condiciones históricas determinadas por el capitalismo, con la división del trabajo, éste es un simple medio para satisfacer una necesidad, y no un medio de realización de las potencialidades del ser humano: unos llevan a cabo la actividad intelectual, el goce y el consumo, mientras que otros se dedican a la actividad material, el trabajo y la producción. Será necesario que el proletariado tome el poder y convierta los medios de producción en propiedad colectiva para que el trabajo tome ese otro carácter que haga posible el pleno desarrollo del individuo en toda su potencialidad, su “omnilateralidad”.
Como señaló Engels, la abolición de la propiedad privada permitirá el desarrollo de las fuerzas productivas, haciendo imposible la sociedad dividida en clases, nacida de la división del trabajo, ya que serán necesarias personas que desarrollen sus aptitudes en todos los sentidos para dar rienda suelta a la producción ahora liberada:
«La enseñanza podrá hacer seguir a los jóvenes todo el sistema de la producción, los colocará en situación de poder pasar alternativamente de un ramo de producción a otro, según los motivos presentados por las necesidades de la sociedad o de sus propias inclinaciones. Eliminará en los jóvenes el carácter unilateral impreso en cada individuo por la actual división del trabajo.»
Evidentemente, una educación como esta nos parece situada a años luz de nuestro contexto histórico. Y, sin embargo, es sabido que el socialismo científico no se sacaba sus conclusiones «de la cabeza», como diría Engels de los utópicos. Al contrario, él y Marx partieron de las tendencias del propio capitalismo también en lo que se refiere a la enseñanza. Como señalaba este último también en 1847:
«El verdadero significado que la enseñanza ha adquirido entre los economistas filantrópicos es este: adiestrar a cada obrero en el mayor número posible de ramas de trabajo, de modo que, si por la introducción de nuevas máquinas o por un cambio de trabajo fuese expulsado de una rama, pueda encontrar con más facilidad la sistematización en otra.»
Marx se refería, por tanto, a la versatilidad del obrero como objetivo del capital ya a mediados del XIX. Calificará esta meta como «cuestión de vida o muerte» para la clase dominante, dadas las rápidas transformaciones tecnológicas, que exigen del obrero «una habilidad sin contenido». ¿Cómo no pensar en las “competencias clave” impuestas por la Comisión Europea?
Resulta obvio que partir de las tendencias existentes no significaba aprobar la forma que adoptaban bajo el capitalismo. Por eso, en el Manifiesto Comunista se cita, como parte de las medidas inmediatas que el proletariado tomará tras la toma del poder, la abolición del trabajo de los niños en las fábricas «en su forma actual». La «enseñanza industrial», como se la llamaba, no podía ser positiva sin esa abolición, puesto que la fábrica capitalista no elimina la división del trabajo; no hay trabajo liberador sin la intervención política del proletariado. Pero -insistamos en ello- la tendencia (ya efectiva) del capitalismo era a favorecer el trabajo infantil, igual que tendía a la “omnilateralidad” bajo la forma de una instrucción profesional versátil.
Hoy día, ya no es tan evidente en nuestro entorno la tendencia al trabajo de los niños. Sin embargo, si atendemos al aspecto esencial del método utilizado por Marx, estaremos de acuerdo en que los sistemas educativos de las principales economías capitalistas promueven, incluso de forma más masiva y estructurada que en el pasado, la imbricación de la enseñanza con la producción, tanto en la escuela como en los centros de trabajo: ciclos formativos, “competencias clave”, asignaturas relacionadas con la economía y la empresa, metodologías activas…, fomentan la versatilidad (ciertamente limitada por las necesidades de la reproducción social) de la fuerza de trabajo futura y su adaptación a distintos entornos de trabajo, y le proporciona los rudimentos estrictamente necesarios sobre tecnología, ciencia aplicada, organización del trabajo, valores deseables (incluida una educación política) y “habilidades sociales”.
No cabe duda, pues, de que la escuela burguesa apunta hacia la futura escuela socialista con mayor claridad que hace cien años. En nuestra mano está ponerlas frente a frente, para desnudar el verdadero carácter de la educación burguesa y apuntar a un camino de emancipación, desde fuera y dentro del aula.
* Este artículo ha sido publicado en Octubre, nº 112 (marzo 2018)
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